21 de mayo de 2013

Diez Minutos.

Allí estaba, en esa vieja habitación postrado sobre mi escritorio, papeles por aquí, papeles por allá, y un dolor que me incautaba la mirada dejándola a merced de un recuerdo del que brotaban lágrimas cual si fuera lluvia en esas tardes mías invernales. No dejaba de mirar su foto. 

Qué hermosa eres. ─Le decía como si me pudiese escuchar─ 

Mientras tanto, recordaba que Isabel era de esas personas que con poco y nada eran capaces de convertirse en todo y más; siempre conmigo, era gran trozo del sustento de una amistad que jamás perecería ante la injuria de un destino, que por llamarse destino, se ha querido auto-proclamar tragedia. Su sonrisa era un referente que firmaba tantos buenos días y cambiaba tantos días malos, pero una cosa no pudo hacer aquella noche que me acompañaba en el auto; no pudo cambiar la fatalidad del destino que nos deparaba. 

Llovía, pero ese no era el prejuicio que el asfalto nos hacía. Mientras manejaba, la observaba observarme; no sabía que veía, sólo sospechaba que lo único que se reflejaba en sus ojos cafés era un tonto que la miraba tras el volante en una noche lluviosa. Me llamó la atención que lo hiciera, y justo te das cuenta que las miradas reincidentes quizás no sean una mera casualidad entre tantas causas, y es que pueden poseer un fin, y ese fin era el comienzo.

Tonto, maneja con cuidado ─Repitió varias veces─

Yo reía, al mismo tiempo le decía que nada malo iba a suceder. Ella siguió insistiendo hasta que pudo, y pudo hasta que al devolver la mirada a la carretera sólo vi un un par de luces escoltadas por recuerdos de mi vida, allí, pasando frente a mis ojos, y el crujiente sonido de la culpa pintado a un lado de la vía, totalmente estrellado en una selva de concreto.

De vuelta a mi triste realidad, me culpaba, me culpo; ni siquiera podía imaginar cuánto tiempo había pasado desde aquella noche ávida. Mi rostro se llenó de un silencio incómodo, así que fui al baño y abrí el grifo en un intento desesperado por limpiarme un poco la cara de la culpa. Decidí que era hora de salir, y qué mejor lugar que el hogar de mis anhelos, donde solía retozar en la arena con ella en compañía de un inmenso mar que daba calma, en el que allí buscaba paz.

Caminaba, sólo eso, y ésta chica que venía trotando tropezó de una manera muy torpe con un Don Juan cualquiera. Hubiese querido ser yo su piedra en el camino, ─pensé─, hacía tiempo sin ver tanta torpeza simplificada en un acto que permitiría conocerse a dos extraños. Y no, no hablo del Don Juan; justo después sonreí con la poca fuerza que tenía y entoné:

Esa no es la manera adecuada de que una chica como tú tropiece con alguien que no sea un chico como yo. ─Le dije al Don Juan─

Pero él poca atención me prestó, y ella me miró confundida, así que ésta vez me dirigí a ella:

Que esa no es la manera de que tropieces con alguien que no sea yo.  ─Le comenté─

Ella estaba totalmente sorprendida, Don Juan siguió su camino, pero alcanzaba a mirarnos de reojo.

Y según tú, ¿Cuál es la manera de tropezar con alguien que no seas tú? ─Respondió ella─

Así que sin dudarlo me aventuré a decirle:

Es que no existe esa manera, así que mira bien a quien tropiezas, porque puede que no sea yo.

Parecí un poco arrogante, un poco muy arrogante para ser verdad, pero ella empezó a reírse, y después de tanto tiempo, yo también. La invité a caminar conmigo, pero como era de esperarse, ella no aceptó hacer tal cosa con un extraño, así que no me quedó más opción que decir:

Mucho gusto, me llamo Lucas, AB+, Escorpio, me gusta la comida italiana, y tengo tres tatuajes. ¿Y tú qué, extraña?

Jajajá, sólo porque venía algo mal y me hiciste reír, pero sólo serán 10 minutos porque tengo prisa. Respondió ella sin decirme su nombre─ 

Así que caminamos sin darnos cuenta que nos dirigíamos a lo que sería un futuro, y todo eso en nueve serenos minutos. En el minuto diez por fin me dijo: 

Camila, me llamo Camila.

Camila y yo, nos seguimos viendo, su manera de mirarme me hacía recordar a Isabel; poco a poco nacía un sentimiento que era inequívoco de un destino que parecía soplar a mi favor. Muchas veces me di cuenta que Camila necesitaba saber más de mí, me delataba una actitud misteriosa; pero ella no fue la única que sintió curiosidad, así que esa mañana en su casa le pregunté por qué estaba mal aquél día que nos conocimos. Entre un sin fin de dudas que anudaban su garganta supo contestar:

A veces nos pasan cosas malas, y quizás, en ocasiones, podemos sentir que ya no pertenecemos a un lugar; que no pertenecemos ni siquiera a nosotros mismos y se nos nublan las razones. Creo que aprendo contigo a valorar la vida, los días, el tiempo, la risa. Valorarme. A no cometer locuras sin estar cuerda, mucho menos a ejercer la cordura sin estar loca; ─Y continuó─ pero yo no he sido, no soy, ni seré la única que guarda una caja de pandora bajo su almohada. Lo que no entiendo es, que si han pasados tantos días, y nos entendemos mejor, por qué tanto misterio, por qué no me hablas de tu vida, o qué haces, a quién quiero, quién eres. ─Preguntó─

Soy quien te quiere, y también soy parte de un pasado que me sigue. ─Respondí─

Esa mañana le conté de Isabel, de cómo la perdí, y que fue mi culpa haberlo hecho. Qué pensaría aquella mujer llamada Isabel de cabello rubio, y ojos cafés, de metro setenta de estatura y veintiséis años de edad. Qué pensaría de mí. Camila tomó mi mano y dijo:

No debes culparte por ello, mejor cúlpate de haber evitado que hiciera una idiotez con mi vida, cúlpate de enseñarme a vivir en paz, y de que a partir de ahora, pase lo que pase, lucharé por ser feliz porque al fin entiendo que pertenezco a mí y a la vida que en mí reside. Esa ha sido tu misión, así que puedes estar en paz como en paz se encuentra Isabel. Te quiero conmigo Lucas. Te quiero a mi lado.

De inmediato solté su mano, besé su frente y le dije:

Necesito caminar, necesito estar solo. Yo también te quiero.

Más tarde, seis de la tarde Lucas, en la playa como quedamos. No lo olvides. ¿Irás? ─Me preguntó ella─

Claro, nos vemos donde siempre ─Contesté yo─

Me marché de su casa y caminé sin rumbo hasta sin rumbo llegar a la misma playa, al mismo lugar, y al mismo comienzo. Era invisible para todos, y así fue mejor para mí. A lo lejos, una mujer rubia, de metro setenta de estatura y aproximadamente veintiséis años de edad, yacía en la playa en el mismo lugar donde solía estar con Isabel, y estaba sola mirando el inmenso mar. A medida que me acercaba pude notar que se parecía mucho, así que me acerqué más, y cada vez más, y pude reconocerla...¡pero cómo! allí, parada frente al mar, a unos treinta metros de mí estaba Isabel.

¡Isa! ¡Hey! ¡Isabel! ─Gritaba yo con todas mis fuerzas─

Pero el viento rasgaba mi voz, no me podía escuchar, así que corrí hacía donde estaba mientras seguía gritando. Al llegar toqué su hombro y me llené de asombro...lo que pasó después de eso, no es importante ahora mismo.

Eran las seis de la tarde, y sentada mirando el mar, tan puntual como siempre, estaba Camila. Treinta minutos después llegaría yo y no hice más que mirarla a lo lejos, pero jamás la dejaría de acompañar. Ella triste miraba el ocaso más rojizo de su vida; el sol y el mar se fundían entre un hermoso crepúsculo, y de lejos, tantos eternos minutos la miraba esperarme.

Pasaron tres días y allí estaba Camila, haciendo suyos los atardeceres, esperándome junto a la caída de la noche, allí, para verme. En la tarde del tercer día decidí acercarme. Ella mirando el mar dijo:

Supongo que es oficial, y que esto se ha convertido en una despedida; pero no todo ha sido malo, contigo aprendí tanto y ahora conmigo siempre estaré. Gracias. ─Dejando caer un par de lágrimas─

No se acaba aquí Camila, nuestras vidas están llenas de comienzos, y siempre que me necesites podrás contar conmigo. Yo te quiero. ─Le respondí─

Camila se levantó y se marchó, dejándome sólo en aquél, nuestro lugar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, y diez fueron los pasos que ella dió hasta detenerse y mirar hacia atrás; mirar justo al lugar donde me encontraba observándola marcharse; mirar y sólo encontrar un lugar vacío, un lugar en el que ya no me podía ver. En ese lugar estaba yo mirándola.

Volviendo un poco atrás, aquella mañana luego de tocar el hombro de Isabel, la vida me llevó a descubrir que ella nunca murió en tal accidente, recuerdos de aquella noche donde creí perderla vinieron a mi mente. Recordé mucha gente a mi alrededor, recordé los gritos de Isabel suplicándome que no me marchara, recordé la sirena de aquella ambulancia y a los paramédicos tratando de salvar mi vida, y recordé el sonido que dejó de hacer mi corazón al detenerse. Lo que nunca se detuvo fue algo que va más allá de la compresión y la vida, fue la tarea de luchar contra los fantasmas de la mujer de la cual se enamoraría mi alma, fue concebir el propósito de la vida junto Camila...

...y lo que nunca se detendrá, son los serenos diez minutos que caminé con ella hacia un futuro.

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